Leer: Heb. 10:22. 12:22. 4:16.
Cuando Cristo resucitó de entre los muertos y regresó al Padre, Su sacrificio fue aceptado y como hombre recibió honra, gloria y potestad, porque como un cordero sin mancha inmolado desde la fundación del mundo fue a la cruz y con su inocencia pagó nuestra deuda. Por lo tanto, Su vida, Su muerte y Su resurrección fueron aceptados ante Dios como una ofrenda de olor fragante, quien luego le coronó como el Hijo Primogénito de Dios y le dispuso como Señor y Juez de todo el universo.
Ahora bien, cuando el Padre recibió la ofrenda del Hijo, nosotros estábamos en sus lomos. Estábamos incluídos en El, en Cristo, asi como Leví estaba en los lomos de Abraham cuando éste le ofreció pan y vino a Melquisedec. (el pan y el vino son símbolos del cuerpo y la sangre del Señor).
Cristo entró al lugar santísimo en los cielos, gracias a Su sangre derramada. El está ahora en la presencia del Padre intercediendo día y noche por nosotros como nuestro sumo sacerdote.
Por lo tanto, podemos entrar al lugar santísimo gracias a los méritos de Cristo, gracias a Su sangre ofrecida ante el altar celestial. Pero esto sólo se puede aplicar a través de nuestro espíritu,porque es allí donde está el Espíritu de Dios, en otras palabras, nuestro espíritu es el lugar santísimo de esta era.
Desde allí Dios está siendo infundido en nuestro interior y buscando transformar nuestra alma, ocupar nuestra mente, regular nuestras emociones y encabezar nuestras decisiones. Según abramos nuestro ser a El y dejemos que haga Su obra en nosotros, Su Espíritu transformará nuestros cuerpos y nos saturará con todo Su ser, de la misma manera en que la Shekiná (la gloria de Dios) saturó el tabernáculo en los tiempos de Moisés.
La gracia sea con tu espíritu.
M.A.G.
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